Nació en la hacienda Molinos de Caballero, al noreste del Estado de Michoacán, el 9 de junio de 1881, hijo de don Rosendo Martínez Fierro (originario de Asturias, España) y María Ramona Rodríguez Loaisa. Con tan sólo 12 días de vida, el Siervo de Dios fue huérfano de padre.
Luis María y su madre fueron acogidos por el hermano de doña Ramona quien era sacerdote capellán de la hacienda y vicario de Tepuxtepec, el P. Casimiro Rodríguez Loaisa. Luego se trasladaron con el tío a Puruándiro y finalmente a Morelia, donde otro hermano de la madre, don Sabino, los acogió tras la muerte del sacerdote.
El 2 de enero de 1891, a los 9 años y medio, ingresó el niño Luis María Martínez en el Seminario de San José de Morelia, y allí vivió, primero, como alumno, hasta el 20 de noviembre de 1904, y después, ya sacerdote, como profesor, vicerrector y finalmente como rector y obispo auxiliar de Morelia, hasta que en 1937 fue transferido al Distrito Federal como Arzobispo de México.
Durante su servicio en el Seminario de Morelia, Luis María Martínez se enfrenta a las dificultades post revolucionarias de México y comienza su camino espiritual a través de la dirección de almas .
Hasta entonces, su trabajo principal había sido hacia dentro del seminario y hacia fuera la predicación; pero el acontecimiento de la Revolución le hizo ver la urgencia de organizar a los sacerdotes y a los seglares católicos en el espíritu del evangelio para poder responder a la nueva situación social originada por la revolución. En este sentido, fundó la Unión Sacerdotal, la Asociación de Damas Católicas, la Liga de Estudiantes Católicos, la Asociación Juana de Arco para las Señoritas Católicas, la Asociación Nacional de Padres y Madres de Familia, los Círculos de Obreros, etc. Fueron años en los que se dedicó, sin abandonar los desvelos por el mantenimiento del seminario, a establecer grupos de la U por toda la República; una organización de carácter reservado, cuyos miembros estaban sujetos a una disciplina militar y tenía por finalidad la presencia pública de la fe cristiana en la sociedad y el establecimiento del reinado social de Jesucristo en México; esta obra se extendió por los diversos estados de la República sobre todo en los años 1917- 1925 con la ayuda de D. Adalberto Abascal, que actuaba como representante de los Caballeros de Colón».
Ya entrado en el conflicto de la Guerra Cristera, Mons. Luis María Martínez fue consagrado obispo auxiliar de Morelia y aunque no promovió el levantamiento armado, fue de los pocos obispos que permanecieron en el país durante la guerra, escondido en los hogares de los fieles.
Tras los «arreglos» entre el gobierno mexicano y las autoridades eclesiales, la guerra cristera anticipó su fin violento pero la desconfianza permanecía entre cristeros, gobierno y autoridades eclesiásticas. Mons. Martínez, primero en Michoacán, y después en el Distrito Federal, hizo todo lo posible para entablar un diálogo en el nivel de la alta política en orden a cambiar los ánimos exaltados tanto de los enemigos de la Iglesia, como de los católicos radicales. Por otra parte, la consigna del Vaticano a la Iglesia católica en México fue no meterse en política.
En 1923 fue designado Obispo Auxiliar de Morelia. Al conocer a la Sra. Concepción Cabrera de Armida, decide unirse a la Obra de la Cruz, haciendo también votos como Misionero del Espíritu Santo.
Desde el 7 de julio de 1925 y hasta la muerte de la Sra. Armida, Mons. Martínez fue su Director Espiritual. Posteriormente habría de explicar con amplitud, y como teólogo y místico, la Espiritualidad de la Cruz.
Con tales servicios, el obispo auxiliar de Morelia fue promovido a la sede archiepiscopal de México en 1937 y su diálogo cercano con los presidentes de México, Lázaro Cárdenas y Manuel Ávila Camacho, mejoró mucho la relación entre la Iglesia y el gobierno.
Como arzobispo de México, se dio a la tarea de levantar de nuevo una arquidiócesis arruinada en sus estructuras y en sus costumbres morales: las tres claves del inmediato compromiso del Arzobispo fue elevar la categoría intelectual y moral de los sacerdotes, mediante el cuidado exquisito del Seminario, la organización de los seglares mediante el fomento de la Acción Católica, capaz de formar en la fe y en la piedad a aquellas muchedumbres de mejicanos que buscaban en la Iglesia un motivo de esperanza humana y cristiana, y favorecer las escuelas católicas en las cuales los niños y adolescentes mexicanos podían recibir los fundamentos de la fe cristiana. Mons. Martínez se entregó a un servicio pastoral donde nadie quedó excluido. Realizó la visita pastoral a la extensa arquidiócesis, aceptó todas las invitaciones y aprovechó todos los medios de los que dispuso para llegar a la gente, a los pobres y a los ricos, a los obreros y a los empresarios, a los políticos y a los artistas, haciéndose todo para todos, pues era voluntad de Dios anunciar la palabra de Dios a todos, sin excluir a nadie. Este darse a todos le ocasionó algunas incomprensiones, incluso por parte de eclesiásticos.
Mas, a la par de su gobierno y servicio eclesiástico, Mons. Luis María Martínez fue un místico, prolífico escritor (más de 30 libros publicados), formador y fundador de sacerdotes y congregaciones religiosas, director espiritual, sencillo y alegre pastor que acercaba los sacramentos a todo el pueblo pues se relata que tres días a la semana los dedicaba a confirmar y además daba limosna a los pobres de su propio sueldo.
En 1950 fue nombrado miembro de la Academia Mexicana de la Lengua. Consumado escritor e intérprete fundamental de la Espiritualidad de la Cruz, entre sus obras más importantes destacan: “Espíritu Santo”, “El Santificador”, “Jesús”, “La Vida en el Interior del Corazón de Jesús”, “El Camino Regio del Amor”, “Divina Obsesión”, “Espiritualidad de la Cruz”, “La Cadena de Amor”, “El Sacerdocio de los Fieles”, “Encarnación Mística”, “Consumación en la Unidad”, “Supremo Amor”, “Vida Espiritual”, “Diario Espiritual”, “Notas Íntimas”, “Meditaciones de Navidad”, “Santa María de Guadalupe”.
El 9 de febrero de 1956 falleció víctima de esclerosis intestinal y quizá úlcera gástrica grave, el 11 de febrero se realizaron sus funerales que comenzaron con una nutrida procesión de sus restos a la Catedral Metropolitana y la manifestación popular de los fieles de testimonios de la bondad y entrega del arzobispo. Fue sepultado en la Capilla de los Arzobispos de la Catedral que él mandó restaurar.